Ése era el grito que lanzaban los peregrinos medievales al avistar las torres de la capital compostelana desde la cúspide del cerro de Triacastela, en el mismo sitio -prácticamente- donde hoy despunta el aeropuerto de la ciudad. Atrás quedaban, sumidas ya en los consoladores recodos y benditas aguas del río del olvido, las duras, durísimas jornadas que de oración en oración, y de sobresalto en sobresalto, los habían traído desde su lugar de origen -dentro o fuera de la Península- hasta la penumbra de la cámara sepulcral en la que, según algunos doctores y cronistas -algunos, he dicho, no todos- de la Santa Madre Iglesia, yacían a la espera de la resurrección de la carne los huesos y los despojos del apóstol al que ciertas tradiciones y devociones piadosas jamás corroboradas por los hechos, pero sabiamente orquestadas por la Curia, atribuían la predicación del cristianismo en España.
Y ultreya, amigo que me lees, significaba y significa más allá. Vale decir: no bastaba la ruta recorrida, no se conformaban los peregrinos con lo hecho, con lo ganado a pulso y a golpe de caminata y de piojos, ni con lo que la ciudad desplegada a sus pies les ofrecía. Tenían que ir más allá... Más allá de la indulgencia plenaria, más allá del jubileo (cuando había lugar a él), más allá del merecido descanso, más allá del del horizonte dibujado por las cúpulas, cimborrios, chapiteles, atalayas y espadañas del enclave urbano más hermoso de la cristiandad ibérica.
Y justamente eso, lector amigo, es lo que en este instante te propongo, lo que -solo si te parece, si lo tienes a bien, si te tienta la aventura, si no te asusta el albur, si me otorgas tu confianza, si me nombras tu guía jacobeo- vamos a hacer juntos: gritar a pleno pulmón, y de la mano, ¡ultreya!, ir más allá de lo evidente, de lo patente, hurgar en la atiborrada trastienda del camino de Santiago, buscar (y, a ser posible, encontrar) heterodoxias en los cajones y rincones del almario de la ortodoxia, practicar liturgias y teurgias equívocas, departir con meigas, charlar con monjes giróvagos, trasnochar en compañía de templarios, jugar a los naipes del tarot con alquimistas, leer el libro del firmamento para descifrar sus letras, soñar con el Grial, mirarlo todo con las pupilas de aquél que en los molinos veía gigantes y ejércitos en los rebaños, y sobre todo, por supuesto, hacer camino al andar, que de eso, en definitiva, se trata y eso es también lo que, al alimón, compenetrándose, complementándose, nos sugieren la ortodoxia y la heterodoxia.
Pero no cualquier camino, compañero de viaje (y es de esperar que también de purificación y jubileo), sino ése al que nuestros místicos -Teresa, Juan de la Cruz, Ibn Arabí, el Masarrita, Unamuno- llamaron camino de la perfección.
Historia mágica del Camino de Santiago
Fernando Sánchez Dragó
¡Ultreya!
Os envidio a todos los que habéis tenido la suerte de realizar este camino.
Oportunidades no me han faltado, pero siempre he encontrado algo mejor que hacer.
Junio es el momento.
¡Contadme vuestras experiencias!
Gritad conmigo ¡Ultreya!
Sed Buenos
Fran